
26 Sep Por qué Pablo Aguado
Texto: Isidro del Pino
Ni de lejos pretendo emular a mi amigo Paco y menos con las cuatro letras que voy a juntar, pero creo que tal y como él en su día nos describió y reivindicó el toreo de José Antonio Morante de la Puebla, ha llegado el momento de dar explicación y de intentar buscar las razones por las que un torero, para muchos surgido de la nada, ha convulsionado los cimientos de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla y del madrileño coso de la calle de Alcalá.
Podríamos retroceder unos cuantos años en el tiempo para analizar la evolución de la técnica del toreo, la evolución del toro, de las telas, de los estoques simulados, e incluso de los estaquilladores, pero sería un esfuerzo vano y tedioso que no desvelaría la incógnita de los porqués del torero sevillano, dado que estamos ante algo más trascendente que tan bien describe el gran José Bergamín: “Ese estado de posesión divina –o diabólica- (el aletazo del espíritu), al que Unamuno habría calificado de energuménico (como el que él mismo sentía a veces al escribir, según me contaba en una carta), también lo sentían, a su modo, el fraternal rival de Juan, Joselito, y su hermano Rafael, el Gallo”.
La explicación del sentimiento no se puede definir a través de la técnica aunque ésta exista y sea imprescindible para que la emoción del toreo traspase el juego de la lidia (Juan Belmonte). Posiblemente Manuel Benítez el Cordobés fue, después del Pasmo de Triana, quien mayor quebranto causó entre el toreo de sus predecesores y el de sus sucesores. Los públicos de la época de Manuel vibraban con la heterodoxia, algo que no pasó desapercibido a quienes llegaron después, y con esto no quiero decir que en aquella época no hubiese grandes toreros de los del palo clásico, pero indudablemente, quien más cobraba y quien más se llevaba las portadas de los periódicos y revistas era aquel muchacho insolente de sonrisa perpetua.
A medida que transcurren los años, el toreo se perfecciona, lo cual no es sinónimo de mayor calidad y se unifica el tipo de embestida de la mayoría de los astados, dotando a unas cuantas figuras, a través de esa previsibilidad, de un valor “aparente” que hace que desde la quietud se le puedan dar a un toro tres series seguidas de derechazos sin pestañear, se lo puedan pasar por la espalda a su antojo, ejecuten continuamente el martinete, o dos series enteras de redondos citando igualmente de espaldas. El colofón de las faenas desde hace unos años son las tan manidas manoletinas y bernadinas, que no están mal, pero cansan por reiterativas.
En el toreo de capote, la fundamental verónica, ha sido postergada y sustituida por series interminables de chicuelinas y toda suerte que conlleve echarse las telas a la espalda. Con la espada ha ido ocurriendo tres cuartos de lo mismo. Por parte de los coletas, ejecutar un volapié marcando los tiempos es más difícil que matar los toros “a su manera”. Se busca más el resultado de una entera, aunque sea trasera o desprendida, que medio espadazo en la yema. Todo esto que os acabo de contar, es toreo, pero tiene muy poco que ver con el toreo.
Es cierto que todos los matadores de toros del escalafón se juegan la vida y todos torean, ¿pero cuántos de ellos conmueven? En esta ciudad de Arnedo tenemos la suerte de contar con una joya de la tauromaquia más silenciosa pero más profunda, llamada Diego Urdiales. Un torero que en la pasada feria de Otoño supo hacer comprender al mundo que se habían olvidado de la esencia, algo que él y muy pocos más se encargan de conservar, como dicen las leyendas que los templaros hicieron con el Santo Grial.
Urdiales es el camino hacia lo profundo y de esa fuente, gracias al Dios de los toreros, beben hoy unos cuantos que quieren transitar por ese precipicio. Son muy pocos, todos diferentes toreando, pero persiguiendo un mismo objetivo. Pensad como buenos aficionados en cuántos pueden ser a día de hoy y veréis como no encontráis más de cinco o seis y uno de ellos es el protagonista de este texto. En sus inicios ya me habían hablado bien de él, pero he de admitir que he visto torear a Pablo Aguado desde becerrista y salvo un buen concepto y una cierta elegancia, no recuerdo nada más.
SU PASO POR ARNEDO
Pasó por los tentaderos del Zapato de Plata en 2014 y después estuvo en el Zapato de Oro como novillero con picadores. ¿Alguien se acuerda de algún detalle especial? Yo no. Tomó la alternativa en Sevilla y tampoco deslumbró. De ahí al duro paso de ecuador de los toricantanos: días de mucho entrenamiento, de mucho toreo de salón y de muchos menos tentaderos de los precisos. La mayoría se aburre en la travesía, pero unos cuantos resisten, e incluso maduran taurinamente hablando.
Volví a ver a Aguado el año pasado en un festival de esos que se dan en febrero en tierras francesas, concretamente en la coqueta plaza cubierta de Pomarez. Acompañaba entre otros, al maestro Juan Mora y al maestro Pepe Luis Vázquez y… sorpresa sorpresa, qué forma de torear a aquel añojo adelantado, qué cadencia, qué gusto, qué personalidad, y sobre todo, qué despacio. Me lo habían cambiado. No era el Aguado que yo conocí y me llenó de ilusión. Desde entonces comencé a hablar de él en todos los foros en los que se puede hablar de toros y de toreros. Después, pasó por Madrid en agosto dejando buenas impresiones, y este año (2019), ha reventado Sevilla con cuatro orejas de ley y la cátedra enmudeció en su primera actuación del ciclo isidril. Tuve la suerte de estar allí y de escuchar esos oles espaciados que rasgan la tierra, como la rasgaron en otoño con Urdiales y como ocurre muy muy poquitas veces en esa plaza, porque como diría un castizo, hasta los profanos saben distinguir el jamón del bueno, de un plato de chóped. Aguado no va a ser un torero “orejero”, como tampoco lo es Urdiales. No lo necesitan porque saben que cuando ocurre el milagro y se desvela el misterio del toreo, sus obras son diferentes a los de los demás. Si uno es profundo, el otro es hondo, si uno es temple, el otro es cadencia y así hasta el infinito pero partiendo de una raíz común: el sentimiento y el concepto básico (por no escribir clásico) del toreo.
Aguado intenta parar el tiempo con las yemas de los dedos. Ni de lejos penséis que va a surgir cada tarde, como tampoco surgía en Paula ó en Curro. Pero cuando llega, cuando el toro pasa hipnotizado por su cintura, la sensación de arte se sublima porque el toreo ocurre despacio, tan despacio que parece que quiere detenerse pero no lo hace para no ser una obra pictórica, sino sutil belleza en tibio movimiento. Creo que ahí está la clave y la sorpresa.
Acostumbrados como estamos a faenas de cien muletazos y al excesivo dinamismo de las figuras actuales, nos llegan de vez en cuando olores añejos pero siempre frescos que envuelven a la naturalidad de Urdiales o al duende de Aguado y pensamos en que hasta ese momento, no habíamos disfrutado del arte verdadero. Bajar la mano suele ser sinónimo de toreo caro, pero no siempre. Cuántas veces me toca escuchar en Madrid la misma cantinela, como si el toreo de mano baja fuese la solución a los problemas que presentan todos los toros. Pues no, señores, Pablo Aguado nos demuestra que torear sin obligar no solo es posible sino que emociona. ¿Quieren saber ustedes por qué? Porque surge de la naturalidad, porque no es impostado, porque toda la maraña de músculos y tendones que se utilizan para dar un muletazo, están movidos por órdenes sensoriales encaminadas, no al mando, no al sometimiento, sino a la creación de belleza. Tal vez el trazo no sea firme, pero la sensación de que toro, muleta y torero son una única cosa, hace que aquello nos remueva el sentimiento.
Sujetar el estaquillador por el centro, en el toreo al natural nos da indicios de que estamos ante un torero con mucho valor, y yo les digo como a mí me lo enseñaron: se puede coger el estaquillador por el centro y lanzar el toro hacia afuera antes del embroque y se puede coger por un extremo y pasárselo por la barriga. Aguado lo coge por ese extremo y no es ni por lo uno ni por lo otro. Sencillamente, creo que con ello consigue dar más rienda suelta a sus muñecas y hacer que el trapo hipnotice al toro con el fleco de la muleta, e incluso con el pico, pero fíjense por dónde pasa el astado cuando llega al embroque y fíjense dónde termina el muletazo, que por otra parte no es de recorrido largo, sino especialmente adaptado al paso del morlaco.
Existe una máxima muy recurrente que yo siempre aplico al toreo: Menos es más. Menos muletazos, más calidad. Aguado la respeta como nadie. Faenas justas pero muy estructuradas, de las que te dejan con ganas de seguir viendo toreo. ¿Para qué alargar si el milagro ya se ha producido? ¿No les deja a ustedes mejor recuerdo un pequeño trozo de un bocado delicado, que un empacho del mismo? Espero que con estas cuatro pinceladas, ustedes, lectores, se formen una idea aproximada del toreo que atesora alguien que está empezando su camino y que tiene mucho por andar, muchas decisiones que tomar y muchas posibilidades de equivocarse y de acertar.
Yo solo pido, por el bien del toreo, que sea capaz de conservar el milagro que esconden sus muñecas y no se venda al lado oscuro, ese que emite sus tentaciones en forma de números, porque los toreros que subliman el arte no debieran saber contar ni dinero, ni orejas. El mismísimo Rafael el Gallo, el Divino Calvo, tan conocido por sus “espantás” como por sus triunfos clamorosos, nunca le dio importancia al dinero: tanto tenía, tanto gastaba y tanto ayudaba a los pedigüeños que a él se acercaban con buena o mala intención.
Después de esta temporada de rodaje, de hacer el paseíllo desmonterado en casi todas las plazas que pisa, llegará la que viene y se me antoja fundamental para saber si nos hallamos ante un torero de culto que selecciona bien los carteles y sus apariciones, o simplemente nos encontramos ante un sueño, uno más, tan bello como efímero. El toreo necesita al Pablo Aguado que todos esperamos, para hacer la involución desde dentro, para remover cimientos empresariales acomodados y devolvernos el gusto por lo exquisito. Juan Ortega, David Galván, Emilio de Justo, Tomás Campos…, todos ellos jóvenes que pueden ser excelentes acompañantes del sevillano. Junto a los veteranos Morante de la Puebla, Urdiales o el añorado Talavante. La tauromaquia necesita de esos carteles, como necesita, y es innegable, a un Roca Rey que ya manda y que se puede hacer acompañar de los figurones de siempre. Necesitamos ferias con variedad, necesitamos que los carteles se abran y la única manera de lograrlo es conseguir el bastón de mando para poder alejarse de intereses amigos del dinero y enemigos del toreo.